Es difícil recordar tiempos pasados cuando los recuerdos están difusos. No sé por qué acordarme de mi infancia en Concepción se me hace tan cercano, pero al mismo tiempo tan acongojante. De todas formas, es un acongojamiento que en cierto modo disfruto tanto, que al final me llega a angustiar pensar que soy la única persona que se acuerda (y goza tanto acordándose) de detalles ínfimos y escondidos en la memoria de todos quienes fueron importantes en algun momento, y que de hecho aun lo son por la sola razón de formar parte de mi archivo de vida.
Debo reconocer que hasta hace unos meses me provocaba rechazo tener una cuenta en Facebook, simplemente no le encontraba la gracia. Poco a poco me fui dando cuenta de que a través de él podía encontrar a un montón de personas, así que de puro copuchenta empecé a probar con nombres. Mis compañeros del colegio Almendral fueron los primeros en la lista. Consuelo Arruez, Javiera Soza, Juan Pablo Zamora, Francisca Pérez, y obviamente el niño que me gustaba, Jorge González. Claro que a éste último no lo encontré porque Jorges González habían muchos.
Fue fuerte ver fotos de todos ellos ya "grandes". Era obvio que así estarían, pero por una extraña razón una parte de mí quería que todos estuvieran igualitos a la última vez que los vi: hace 12 años, cuando me vine a Santiago. Me acuerdo de lo terrible que fue esa época. Acostumbrarme a estar aquí me costó demasiado y echaba de menos a todo el mundo. Con la Javiera Soza, que era mi mejor amiga, nos seguimos enviando cartas durante un tiempo. Después, como era lógico, el contacto se perdió.
Ahora siento que todo ya está tan muerto. Obvio, si doce años es más de la mitad de mi vida. Quizás yo suelo quedarme muy pegada en el pasado, pero no puedo hacer nada contra eso. No no más.
Hace unos dos días me llegó una invitación de feisbuc de Jorge González, que creo era la última persona que me faltaba para completar la lista de quienes más recuerdo en el circuito de mis espasmos mentales lagunezcos. Luego de aceptarlo me vino una nostalgía extrañísima. No sé si ganas de llorar, pero sí de apretar mis enormes cachetes y tirarme el pelo por unos segundos. Todo es tan lejano que ya no hay vuelta atrás.
Mi reacción inmediata fue ponerme de cabeza a ver fotos de esos años. Mis cumpleaños a los que siempre iba un montón de gente. El árbol de mi casa al que yo amaba subirme. Los disfraces chistosísimos que nuestras madres nos ponían orgullosas. Yo enana y con la misma chasquilla de siempre. Tanto no he cambiado. No tanto creo.
